¿Has oído hablar de la terraza más retro de POZUELO? Alabardero Pozuelo suena a vinilo pero huele a futuro
Estamos en verano de 2025, en Pozuelo de Alarcón. El sol cae lento sobre las copas de los árboles y las terrazas se convierten en auténticos refugios con banda sonora propia. En este escenario cálido y evocador, descubro uno de esos restaurantes en Pozuelo con terraza que no necesitan cartel luminoso para seducir: basta con cruzar la verja, dejarse envolver por el murmullo de las hojas y respirar el aroma a brasa que flota en el aire. Aquí, el clasicismo tiene sabor, y el presente se escribe con carbón vegetal.
Lo que a simple vista parece otro restaurante Pozuelo más, es en realidad una cápsula del tiempo donde las croquetas saben a bar de puerto de los años 70 y los entrecots madurados se sirven con mirada de western. En este restaurante en Pozuelo, cenar no es solo una cuestión de hambre, sino de relato: una especie de cortometraje costumbrista con tintes de road movie emocional. Por eso, si alguna vez has querido cenar en Pozuelo y sentir que formas parte de una historia que mezcla pasado, presente y futuro, este rincón te está esperando.

POZUELO suena a familia, a barrio bien, a tráfico contenido y padel sin remordimientos. Pero también esconde callejones verdes, parques con susurros de hoja perenne y esquinas donde uno puede sentarse a tomar un vino sin sentir que le están vendiendo una foto de Instagram. Así es como llego a este sitio. Buscando esa rareza: un lugar que tenga pasado sin renunciar al presente. Y lo encuentro. Bueno, mejor dicho, me encuentra él a mí.
La terraza que no presume pero seduce
Lo primero que me atrapa no es la comida. Es el sonido. Un murmullo de hojas que se cuela entre las mesas, el tintinear de copas, el susurro de una conversación en clave baja. No hay DJs ni luces LED. Solo toldos color crema, sillas de hierro forjado y una sensación de domingo perpetuo. “Esto parece un fotograma de Saura con final feliz”, pienso mientras me sirven la primera copa.
Las mesas se dispersan entre los árboles como si no quisieran molestar, y todo tiene ese punto justo entre lo rústico y lo discreto que se agradece tanto cuando uno quiere escapar sin parecer que huye. Al fondo, la brasa chisporrotea como en un western gastronómico.
Dentro, cuando el invierno aprieta, cambia el tono de la película. Las fotos en sepia del Grupo Lezama cuelgan de las paredes como créditos iniciales. Hay chimenea. Hay madera. Hay una sensación de calor humano que no está en la carta, pero sí en la atmósfera.
“Croquetas como un bar de puerto en los 70”
Las croquetas de langostinos al ajillo no deberían estar tan buenas. Pero lo están. Son cremosas, tienen ese punto nostálgico que te recuerda a un chiringuito con servilletas de papel que volaban, a tardes en Santander, a meriendas con olor a mar y transistor. El rabo de toro, meloso, se funde en la boca como si hubiera pasado años escribiendo su discurso final.
Pero el golpe de efecto llega con el entrecot madurado. Un corte generoso, lleno de verdad, con el carbón vegetal marcando su ley. Lo acompañan unos pimientos de piquillo que podrían salir en la portada de una revista retro, con su rojo intenso y ese dulzor tan de antes.
El faisán en moscatel es un viaje al pasado más elegante. Te hace pensar en cenas de Nochebuena con candelabros y chistes malos de cuñado. Y la torrija… ay, la torrija. Azúcar crujiente, textura de abrazo. Como el primer beso después de una canción de Los Brincos.
“Cada plato es una postal con sabor a Super-8”
El camarero que me guiña el ojo
Reservo online, entro y ya estoy dentro de una historia. El camarero no me pregunta si soy influencer ni si tengo alergias. Me guiña el ojo. Así, como quien comparte un secreto entre dos desconocidos. Pido rabas estilo Puerto Chico. Luego el pollo marinado al carbón, que sabe a novela de carretera. Todo tiene una narrativa, como si en vez de cocina tuvieran una cabina de guionistas.
El maître, entre copa y copa, me cuenta la filosofía de Lezama. Que aquí se forma gente joven, que se apuesta por las personas antes que por el balance contable. Me lo creo. Porque se nota en los detalles: la forma en que te recomiendan, cómo colocan los platos, cómo esperan a que pruebes antes de preguntarte.
“La economía más sabrosa es la del alma”
Un vermut que se cree banda sonora
Domingo. Mediodía. Vermut, croquetas, tomate aliñado. Suena un saxo imaginario que nadie ha puesto. Después, paseo por el parque hasta el mirador del Humera. Y vuelta al Alabardero, como quien vuelve al sofá después de ver una peli muy buena.
Para dos comensales valientes: arroz de bogavante. Vibraciones de costa, de viaje a Galicia sin peaje. Todo sabe a mar, pero sin mojarse los pies. Y si vas entre semana, el menú “Días Fantásticos” te ofrece un banquete de lunes a jueves por menos de lo que cuesta un parking en el centro.
Jazz, brunch y rumores entre bastidores
Aquí también hay rumores. Se dice que llegará un brunch otoñal con pan recién horneado. Que la terraza se convertirá en escenario de jazz acústico cuando baje el sol. Nadie confirma nada, pero ya estoy afilando los oídos. Porque cuando un lugar te da tanto con tan poco ruido, cualquier novedad suena a notición.
Y si el cuerpo no te da para salir, pides a domicilio. El entrecot y la tarta de queso en modo portátil. Te montas tu propia “Historias de la radio” en casa y dejas que el rider sea el repartidor de sueños culinarios.
“Algunos lugares no se cuentan, se escuchan”
Alabardero como máquina del tiempo
Al salir, la noche de Pozuelo me parece una postal congelada. El parque detrás, la terraza ya cerrando, y yo con el aroma de brasa en la ropa como si volviera de una barbacoa entre amigos. Llevo en el bolsillo una tarjeta que dice: “Siéntate y disfruta”, como si alguien hubiera escrito el guión de mi tarde con letra elegante.
No sé qué cinta rodará Alabardero cuando llegue la primavera, pero tengo claro que será una mezcla de tradición y atrevimiento. Que quizá vuelvan las rabas, el Valdubón frío, las croquetas que suenan a vinilo.
Y entonces volveré. Con hambre de historia. Con la cámara Super-8 en la cabeza. Porque hay lugares que son más que restaurantes: son capítulos de algo que todavía no hemos terminado de contar.
“La nostalgia no es el pasado, es una promesa que no olvida”
“Donde hay fuego, hay alma”
Alabardero Pozuelo mezcla lo retro y lo futurista en cada plato
Croquetas, entrecots y faisán con alma de película antigua
¿Y tú? Ya has comido en muchos sitios. Pero… ¿alguna vez te han contado una historia mientras cenabas?